Acabar con los abusos durante la infancia puede significar una reducción de hasta un 50% de la prevalencia de enfermedades mentales
Si algo nos da la ciencia es la posibilidad de tener un punto de partida para la discusión. Eso es básicamente lo que hacen los datos: muestran una realidad en un lenguaje compartido. A cambio, la ciencia nos pide que ese dato sea reproducible. Que cualquier equipo de investigación que haga el mismo proceso en cualquier lugar y cualquier tiempo obtendrá el mismo resultado. Este aspecto de reproducibilidad es clave para que la discusión sea civilizada y permita avanzar en el problema. La discusión se hace, pues, sobre la interpretación de esos datos, sobre qué significa ese número. Pero el punto de partida, el punto de encuentro inicial, debe ser reproducible y el método compartido. La evidencia científica es tal en tanto proviene de este contexto.
Cuando se avanzó en la codificación del genoma humano, se generaron grandes expectativas respecto de finalmente hallar los genes de la esquizofrenia, la depresión, y otras enfermedades mentales. Se esperaba que estos hallazgos condujeran a mejoras en el diagnóstico y el tratamiento de estos síntomas, y en general a una mejora calidad de vida para pacientes y familias. Lamentablemente, las expectativas no se vieron cumplidas, y no fue por falta de iniciativa. Se formaron multitudinarios consorcios de investigación y se realizaron esfuerzos titánicos para superar límites metodológicos y técnicos que unos años antes eran inimaginables. Pero los datos indicaron otra realidad. A día de hoy, los datos nos muestran que la aparición de una enfermedad mental no se puede explicar solamente por la presencia de ciertas variantes genéticas. Se debe añadir algo más, y ese algo más es no-genético.
Estamos en el terreno de los factores de riesgo en salud mental, y el abanico de opciones potenciales es aún más amplia que la que enfrentaron los equipos de investigación científica de las bases genéticas. Potencialmente, cualquier situación, elemento, relación, o contexto que se presente a lo largo de la vida de una persona es plausible de ser incluido como un factor que podría estar involucrado en cambios en el estado del humor, niveles de ansiedad, o incluso la interpretación de la realidad. Además, estos factores (en contraste con el perfil genético) se modifican a lo largo de la vida a medida que la persona crece, establece nuevas relaciones, visita nuevos lugares, estudia o cambia de trabajo. Hay quienes tiran la toalla frente a esta inmensidad por considerarla inabarcable. Pero hay quienes, basándonos en datos que conocemos desde hace tiempo, asumimos con agrado el desafío.
Desde hace años, aún antes del descubrimiento del genoma humano, existen datos acerca del impacto de algunas experiencias vitales en la salud mental de las personas. No me refiero a alguna experiencia personal que la mayoría de personas vivimos (problemas en la pareja, cambio de empleo) que haya hecho evidente esta relación. Me refiero a datos científicos de estudios basados primero en algunos grupos y, más recientemente, en poblaciones, que muestran una relación clara entre enfermedad y exposición a ciertas situaciones de la vida. El ejemplo más claro, y el que cuenta con más evidencia que lo avala, es el de sufrir abusos durante la infancia. Esta experiencia aumenta entre 2 y 4 veces el riesgo de tener síntomas de psicosis y de depresión en la vida adulta. Existen otros factores de riesgo con evidencia científica, pero por hoy me centraré en este dato.
Entonces imaginemos una persona adulta, de unos 45 años, con una depresión severa. Imaginémoslo hombre, por qué no. Este hombre está en tratamiento con profesionales de la salud mental, y es parte de una comunidad cuyo funcionamiento se rige por políticas y actuaciones públicas. Con los datos que tenemos al día de hoy, lo esperable es que quienes están a cargo de su tratamiento se interesen por sus antecedentes durante la infancia y sepan si este hombre es o no superviviente de abusos. Las posibilidades de que lo sea son mucho más altas que para otros hombres de 45 años que no tienen depresión, por lo que la pregunta está más que justificada. No será tarea fácil dado el estigma que rodea a la salud mental y aún más al abuso infantil. Pero el equipo de profesionales está bien entrenado para afrontar tareas que no son fáciles.
Al nivel de políticas y actuaciones públicas, lo esperable es que quienes tienen en sus manos la gestión de la salud sumen sus esfuerzos a los de quienes trabajan en el ámbito social y judicial para prevenir que se produzcan más abusos. Porque, aunque sufrir abusos en la infancia no decreta enfermedad mental ni todas las personas con una enfermedad mental han sufrido abusos, erradicar los abusos en la infancia es probablemente, hoy en día, la medida de prevención de las enfermedades mentales más potente y más certera que se pueda ejecutar. Si lo miramos desde una perspectiva de comunidad y población, prevenir los abusos durante la infancia puede significar una reducción de hasta un 50% de la prevalencia de enfermedades mentales.
Para que este tipo de políticas (clínicas y públicas) se transformen en acciones reales es necesario comprender una idea fundamental: las enfermedades mentales se pueden prevenir. Los datos nos indican que hay un factor muy claro que aumenta el riesgo de tener una enfermedad mental. Por pura lógica, eliminar este factor reducirá el riesgo. Sin dudas que serán necesarias más acciones, basadas en evidencia, para acelerar un proceso centrado en reducir el sufrimiento mental en todas las personas. Sin dudas hay otros factores que pueden modificar esta relación, como por ejemplo las características personales o el soporte social. Riesgo implica probabilidad y, por lo tanto, azar, no destino. Riesgo también implica que el control que tenemos sobre el devenir de nuestras vidas no está completamente bajo nuestro control. Pero sí lo está nuestra capacidad de reconocer nuestras propias vulnerabilidades y limitaciones, para entonces buscarles respuesta.
Un argumento común es que estos eventos adversos son raros, y que las acciones colectivas de prevención solo beneficiarán a una minoría. Si es así, la prevención no tendrá el efecto que esperamos (reducción significativa de la prevalencia de la enfermedad mental) y, por lo tanto, – dicho rápidamente – no vale la pena. Lamentablemente, los abusos durante la infancia son más comunes de lo que nos atrevemos a reconocer. No se trata, pues, de falta de datos, o de números bajos. Es hora de cuestionar el rol del destino y el carácter inmodificable de la enfermedad mental, reconocer el alcance limitado de los genes y de la determinación. Es momento de iniciar acciones colectivas claras. La probabilidad de éxito está de nuestro lado.
Ximena Goldberg es psicóloga clínica y doctora en neurociencias. Trabaja en salud mental desde hace casi dos décadas, especializada en el área de los determinantes de la salud y sus procesos de cambio. Escribe sobre salud mental, comportamiento y psicología.
Fuente: El País